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miércoles, 14 de diciembre de 2011

NAVIDAD DE UN PINTOR- CUENTO DE UN PINTOR VENECIANO DEL SIGLO XV

Cuando nació Berruggini Pertutti, sólo era un niño de complexión esmirriada, dicen que nunca había nacido otro tan enclenque en la isla de Murano y fue bautizado allí, a dos pasos de su casa, en la basílica de Santa María y Donato, construida en el siglo XII y luego famosa, por haber sido bautizado allí nuestro futuro maestro de la pintura. Su padre era un conocido maestro soplador de vidrio y su madre, en la vecina isla de Burano, se dedicaba a hacer encajes que luego vendía a los turistas de la época.
Cuando Berruggini, tuvo la edad de empezar a trabajar, sus padres lo enviaron a la isla de San Marco y en la ciudad de Venecia, lo dejaron paseando, para que llegara a conocer bien su nueva ciudad. Cuando se dio cuenta de que sus padres que le habían dicho, que iban un momento a Murano a bajar el fuego de la olla, tardaban en llegar, pensó que lo mejor que podía hacer, era ir a recorrer la isla y así aprendería a ir y venir, sin tener que preguntar nada a nadie. Cuando el hambre hizo su aparición, el pequeño Berruggini que no tenía un pelo de tonto, pensó que donde mejor le podían dar las sobras, era en la lonjita que a los pies del campanario, estaban haciendo los trabajadores de Sansovino (1537-1549) y como dice mi marido, “pensat y fet” aunque la estatura era pequeña, la inteligencia se le salía por los poros de su piel, antes de pedir nada, cogió la piedra más grande y tratando de levantarla, se le escapó de las manos y se pudo liar un buen follón, si en esos momentos, no llega a aparecer el maestro Sansovino, quien al ver al niño en peligro, la bronca que les echó a sus hombres, fue buena, pero así nuestro espabilado niño, se ganó la comida y la amistad del maestro, que se convertiría en su tutor y luego haría que su “pupilo” llegara a ser lo que luego fue.
El joven Pertutti, ya ha cumplido los catorce años y el tiempo que ha pasado en el estudio de su maestro, el trato con las personas y “las nuevas amistades” lo han convertido en un adolescente listo y avispado, con mucho arte en los pinceles, en el buril y también con el barro, un buen día estando con la boca abierta contemplando la inmensidad de la Basílica de San Marcos, aquel señor que parecía tan despistado (y que debía de serlo) al sacar de su faltriquera el pañuelo moquero, para limpiar su colorada y húmeda nariz, algo debió de caerle al suelo, cuando Pertutti, bajaba la cabeza y pensaba, en lo grandes que pueden llegar a ser los hombres, si con su trabajo, son capaces de construir tanta belleza. Fue un simple reflejo, el que llevo a nuestro joven amigo, a dirigir su mirada al suelo y ver el paquete de papeles que el despistado señor había perdido ¡Signore! ¡Signore! La voz de Berruggini, retumbó en toda la piazza, haciendo que sus negras palomas, todas a una levantaran el vuelo. FIN

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