Cuando despertó, el sol ya hacía tiempo que se colaba por su ventana, al darse la vuelta en la cama, la sensación era triste…Muy triste. Soledad…Desamparo, el silencio a su alrededor, hacía estallar los oídos y como si en su interior, las nubes subieran invadiendo su garganta, sentía una sensación de ahogo que hacía estallar sus pulmones.
La noche anterior, Daniel la había dejado llorando y en este momento, no había sido capaz de levantar su ánimo y sin pensarlo dos veces, se encaminó a la ducha y después de pasar media hora dejando que el agua acariciase su cuerpo, casi sin ver la ropa que se ponía, se dirigió hasta la parte más alta de la ciudad.
Después de dos años, aun no había cogido la marcha de aquella ciudad sin nombre, sin calles…Sin amigos. Sólo Daniel a quien había conocido tres meses atrás y que algunas noches, se quedaba para hacerle compañía, era su válvula de escape. Sólo él era capaz algunas veces (sólo algunas veces) de conseguir que abriera su alma, un alma que pedía a gritos la paz, que no tenía fuerzas para combatir sola, que muchas veces le pedía a gritos, que la dejara correr y la acompañara. La idea del suicidio era su amiga constante. Daniel lo tenía claro y por eso muchas noches se quedaba para hacerle compañía.
Al llegar a la colina y parar su pequeño coche, la joven encendió un cigarrillo y poniendo en marcha el aparato de radio del coche, introdujo un CD y dejó que la música fluyera y envolviéndola en su suave ritmo, le hablara al oído…Mujer, si puedes tú con Dios hablar…La suave brisa que venía de la costa, la hizo coger la rebeca con la que tapar sus hombros, el resplandor de la ciudad con su reflejo anaranjado, daba un halo de misterio a la ciudad que bajo sus pies, guiñaba a la joven con los ojos de los vehículos que deprisa…Deprisa, cruzaban las calles desiertas a esas horas.
En el reloj de la torre, sonaron dos campanadas como dos disparos en la noche, la joven, entró en el coche temblando, sus labios se abrieron recitando una oración…Y no nos dejes caer en…La tentación, era grande, un pequeño acelerón y su amigo el coche, la transportaría hasta el descanso. La sensación de angustia, hizo que su corazón se acelerara y en ese mismo momento, creyó que alguien la obligaba a mover sus pies con celeridad…Su corazón se paró, moviendo el rabo debajo de sus pies, estaba “Charly” el cachorro más bonito que había visto en su vida, haciéndole arrumacos y pidiéndole que lo llevara con ella.
Al cabo de diez años, aun le muerde los pies cuando la ve pensativa, pero ella…SOLEDAD…Ya nunca ha vuelto a estar sola, ha olvidado sus problemas con la vida y con la muerte. Soledad Pérez Ayora, falleció a los ochenta y tres años, rodeada de sus hijos y de sus nietos.
Pepa herrero
viernes, 14 de octubre de 2011
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