Cuando el último rayo de sol, bajó la cortina del día, cuando los pájaros de la alameda, se peleaban por buscar acomodo en los frondosos árboles, en aquella zona del Cabo de las Huertas, empezaban a producirse distintos movimientos, que a veces el ojo humano, era incapaz de fotografiar. Eran ligeros sonidos, eran distintos cambios de colores, a veces eran suaves matices, que hacían cambiar el panorama. Era una madre liebre que en mitad del camino, tuvo la urgencia, de dar de mamar a sus gazapos, eran siete gazapos de liebre, que al llegar la noche, sintieron ganas de cenar, antes de irse a la cama.
Eran los suspiros de unos enamorados, que no teniendo mejor sitio donde dar rienda suelta a su amor, allí al refugio de las rocas, se decían lo que si se hubieran visto las caras, no se hubieran atrevido, la luna vieja y ruborosa, a veces salía para mirarlos, pero cuando su amor más crecía, cuando más dulces eran sus palabras, ella vergonzosa, se escondía detrás de la nube que salía a acompañar a aquel viejo pescador. Ya llevaban muchos años de hacerse compañía, desde aquel día en que la tempestad, obligó al viejo pescador a poner rumbo a tierra y las olas lo amenazaban con llevárselo con ellas, la luna pudo ayudar al hombre a encontrar el faro y desde entonces, cuando sale a ganarse el pan, con el sudor de su frente, lo primero que hace, es mirar si la luna lo acompaña y mientras lanza sus redes canta una vieja canción…Luna, que sales de noche…La luna, cuando lo escucha, su corazón de cielo y ternura, lanza al viento suspiros, que hacen que la vela latina del barquito, se hinche y lleve al pescador a su destino y luego rielando en la superficie de plata, lo lleva de vuelta a casa.
Nadie sabe lo que se esconde debajo de la superficie del mar del Cabo de las Huertas, cuando el sol se marcha por detrás del castillo de Santa Bárbara, pero son tantos y tan bonitos sus secretos, que a veces, cuando salgo a pasear con mi marido y vemos al poeta, siempre nos paramos para ver lo que hoy le ha escrito. El poeta a veces nos recuerda, como nos conocimos. Él en el borde del agua y nosotros, cantando suavemente y arrullándonos sobre los acantilados y a mí, se me ocurrió la idea de que se iba a suicidar y bajando deprisa hasta donde se encontraba, le pedí que no lo hiciese. Él, me contestó, que no podía dejar de hacerlo, que era la ilusión de su vida, que el día que dejara de escribir al mar, ese sería el día de su muerte. pepaherrero
miércoles, 11 de enero de 2012
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